Era un hábito sincrónico que sucedía los días martes a las 10 de la mañana. El silencio del monte era absoluto y sus pasos se acercaban hasta el lugar indicado. Recogía al animal que yacía sobre el pasto, una liebre siempre joven. La levantaba de las orejas y le clavaba una mirada de victoria sobre los párpados muertos. No había trampas a su alrededor, no había un solo disparo, ni una gota de sangre, ningún indicio de muerte, solo la liebre yacente sobre el pasto en el lugar indicado.
Así era como el mejor cazador de liebres obtenía su recompensa una y otra vez. Siempre sucedía lo mismo, cada martes a las 10 acudía a ese lugar, levantaba al animal, lo llevaba hasta su casa, cocinaba su manjar y esperaba una semana para iniciar nuevamente el plan que daría muerte a la liebre subsiguiente a la última del plato.
Pasé meses contemplando aquella estrategia perfecta. No encontraba la manera de saber cómo aquel hombre siempre salía victorioso hasta que un día en un pozo encontré a una tortuga herida en dos de sus patas. Bien alimentada, estaba esperando que sanaran sus heridas. Hablamos largo y tendido, le pregunté qué hacía para estar tan bien nutrida. Entonces me habló del plan, me dijo que tenía hermanas y que eran más de doscientas. El hombre les daba casa, abrigo, seguridad y alimento suficiente para vivir en el monte sin hacer ningún esfuerzo más que trabajar unos días persiguiendo a una liebre que moriría un martes a las primeras horas del día.
– ¿Cómo lo logran?, pregunté.
– Es muy simple, contestó. Elegimos una liebre, siempre joven, la dejamos merodear por todo el monte, correr de acá para allá, ir y venir cien veces sin molestar su rutina. Somos más de doscientas tortugas parecidas y las liebres siempre hacen el mismo recorrido. Basta dejarlas andar para conocer sus pasos. Luego nos posicionamos cada cual en su sector que es un punto en el trayecto que la liebre ya ha trazado, con una sola misión, somos todas parecidas y las liebres distraídas nunca notan diferencias. Con una sola pregunta completamos la estrategia: ¿por qué corres tan despacio?
Es simple, querido amigo. Las liebres, en algún punto, pierden toda su paciencia y corren como endiabladas hasta que caen rendidas. Su corazón dice basta y de esta forma tan simple, nuestro ejército tortuga se asegura la vida. Le entregamos a la liebre en el lugar indicado, el hombre que nos protege obtiene su bien preciado y nosotras regresamos al monte sin correr riesgos. No comemos animales, no saltamos ni corremos, solo hacemos el trabajo y obtenemos nuestro premio.
Así es como en aquel monte se mantiene el equilibrio y cada martes a las 10 de la mañana se oyen unos pasos de hombre que va cargando de las orejas muertas a una liebre joven con la que se hará el almuerzo. Hasta que quizás suceda que alguna liebre más vieja, en ronda con sus lebratos, pasando el rato les cuente el cuento que cuento ahora y en venganza, esas liebres escriban otro relato, de tortugas impostoras.
Juan Claudio Medina
Foto de Diego F. Parra: https://www.pexels.com/es-es/foto/naturaleza-bosque-arboles-fotografia-de-animales-18778339/