Las sanguijuelas reptaban dentro del tarrito oxidado sobre un colchón de barro. Algunos teros se movían nerviosos por el yuyal despistando a los predadores para que no descubrieran al pichón, mientras un coro de ranas despabilaba un poco la hora de la siesta. Sentado junto a la orilla del río, Renecito Báez, once años bien instalados, custodiaba la caña de pescar. Hacía varios días que la pesca venía demorada como las lluvias de enero y empezó a impacientarse porque ya venía arrastrando otros fracasos y decepciones que le frustraban las ganas de seguir creciendo- total para qué, si nunca gano nada.
Todo lo que sentía y pensaba se le arremolinó en la garganta y casi sin darse cuenta empezó a llamarse estúpido… Despacito primero, bien fuerte después. La barranca alta del otro lado del río le hizo un eco jubiloso y le trajo, envuelto en una voz desconocida el insulto vergonzante: ¡estúpido! ¡ESTÚPIDO! ¡ESTÚPIDO!
Entonces se lo creyó profundamente. Levantó hacia atrás la visera de la gorra a cuadros, deshilachada y sucia, y entabló una guerra fría con el acusador escondido entre las malezas que seguramente había oído de él por fuentes traicioneras. Escuchó que el delator le gritaba y le confirmaba con contundencia todo lo que siempre había sospechado de sí mismo: ¡vago!,
¡atorrante! (si hasta parecía escuchar los mismos reproches del padre) ¡inútil!, ¡bueno para nada!, ¡perdedor!… ¡PERDEDOOR!… ¡PERDEDOOOOOOR!
El cascabel de la caña sonó entonces y con un diestro manejo del reel comenzó a enrollar el hilo para sacar por fin el pez pesado del agua. Como era una buena presa, comenzó la lidia por escaparse, pero el pescador era paciente para estas luchas así que se sentó tranquilo a trabajar en el rescate de la cena.
Un viejo, habitante vitalicio del río, guarecido siempre a la sombra de los espinillos o los sauces llorones se vino a sentar al lado de él sin decir palabra. Renecito vio de reojo que el viejo entrecerraba los párpados para atajarse el sol inflamado de la tarde y se inclinaba levemente para escuchar al río.
Sólo se oía la voz queda del viento, las olitas contra la costa barrosa y los coletazos del sábalo que peleaba por su vida… Entonces advirtió los sonidos del silencio…
– Hace un rato alguien me estuvo gritando cosas, le dijo al viejo. ¿Usted no escuchó?
El viejo mezquinó las respuestas. El chico se sintió molesto ya que el único testigo lo dejaba sin estrategias para cualquier defensa…
Siguió luchando con el pez hasta que pudo sacarlo y guardarlo en el tacho de agua sucia hasta que pudiera limpiarlo. De pronto miró en derredor y se estremeció de tanto silencio…Volvió a fijar la vista en la barranca y escudriñó entre las malezas. Entonces miró al viejo a los ojos y se descubrió solo.
-Nunca hubo nadie ahí escondido diciéndote cosas, ¿no? – le susurró el hombre trabajado por cientos de soles. Esas voces te las venís diciendo con tanta fuerza que te las terminaste creyendo, hijo. A veces hace falta un poco de silencio profundo para escuchar lo que nos dice el río que siempre está yéndose… Mirá qué buen pescado sacaste vos solito. Probá felicitarte en voz alta.
-¡Ganador!…, gritó de pronto el chico, en medio de una revelación.
Y entonces la otra costa le devolvió la gentileza.
Porque en realidad es uno el que hace difícil lo fácil. Y complica lo sencillo, y enturbia lo transparente. Nos cuesta creer que callándonos un rato se descubran cosas inesperadas e interesantes. Como explica Beatriz Cocina,
“Escuchando descubro mis propios secretos porque me puedo oír palpitante y angustiado ante el sufrimiento de un personaje. También me escucho reír o toser cuando la emoción me anuda la garganta. Entonces empiezo a conocer al otro, y empiezo a conocerme”
Cualquier ayudador es aquel que sepa conducirnos no con el consejo sino con el silencio, siguiendo las huellas del silencio mismo, hacia la revelación del silencio. Cuando las aguas de un lago revuelto se aquietan totalmente, sirven de espejo, no antes.
Prof. Clor. María Susana Huber